domingo, 12 de agosto de 2012

Capítulo 11. Tercera Parte.


Comisaría de Policía Nacional. Murcia, España.
-          He dicho que empieces desde el principio.
-          Joder… ¿otra vez? ¿Qué principio?
-          No te pongas prepotente. Nada de esto hubiese pasado si no hubieses empezado a trabajar por tu cuenta.
-          Vosotros no hacíais lo suficiente.
-          Nosotros hacíamos nuestro trabajo de la forma correcta.- El inspector se levanta de su asiento y se dirige hacia la cámara. La pausa. Se acerca mí, se agacha a mi lado y sitúa su mano sobre la mía.- Créeme Alba. No me gusta hacerte pasar por esto, pero necesito que comiences desde mucho antes, que cuentes los verdaderos motivos por los que te has comportado así. Necesito un testimonio que te libre de la cárcel.    


Bien… Hace unos años me escapé de casa.  Llevaba demasiado tiempo preguntándome ¿Dónde estará? Había pasado demasiado tiempo y aún no sabía nada de ella. Desapareció de mi vida sin dejar ni rastro. Sin una huella, sin un indicio, sin una pista que me permitiese seguirla, buscarla, encontrarla. Sólo una carta de despedida en la que decía que necesitaba vivir un tiempo sin nosotros, y donde rogaba que no la buscásemos, que quería sentirse libre. Una carta que no convenció a nadie. Y menos a mí. En primer lugar, ya llevaba un tiempo viviendo fuera de casa, estar aún más lejos era una decisión absurda. En segundo lugar, mi hermana nunca desearía estar lejos de casa, ya le costó bastante tener que irse la primera vez. Fue extraño, doloroso y traumatizante para todos. Supongo que también para ella.

Cuando mi padre encontró su carta en el buzón, entró a prisa en casa, cogió su teléfono móvil y la llamó una vez tras otra.  No lograba decir qué ocurría. Ni siquiera fue capaz de contárnoslo. Sólo cuando sus fuerzas le fallaron y cayó sentado sobre el sillón, extendió su mano hacia adelante invitándonos a leer esa hoja que sujetaba entre los dedos. No pudimos creerlo. Volvimos a llamarla durante todo el día, pero nunca obtuvimos respuesta. Después de ese día, su teléfono nunca más dio señal. ¿Cambiaría de número y no nos avisaría? Me resultaba imposible creerlo. Yo la conozco, y sé que no sería capaz de ello. Algo tuvo que ocurrirle. Quizá conoció a alguien, quizá le ocurrió algún suceso que la hizo cambiar. Quizá alguien se la llevó. Pero eso es algo que aún no conocía, y por supuesto algo que tuve que averiguar. Después de unos meses esperando a que la policía hiciese su trabajo, cerraron el caso, y mis padres también se rindieron, así que comencé a investigar por mi cuenta, algo fácil siendo policía nacional. Descubrí tantas cosas que nadie creyó… incluso tuve que asistir a varias sesiones a una terapia psicológica porque creyeron que estaba comenzando a enloquecer.

¡Imbéciles! ¡Inútiles!  Grité mil veces insultando a todos los presentes en comisaría. Os dedicáis a arrestarme a mí en lugar de encontrar a mi hermana… Gracias a esa frase… Usted se fijó en mí. Usted había perdido a su hija, inexplicablemente, y tampoco le cuadraban los datos, así que me tomó declaración de forma confidencial y le conté todas las averiguaciones que había hecho. Usted coincidía en muchas de ellas… algo estaba pasando. Y confió en mí. Y yo en usted. Se reunió con mis padres, y arrepentidos por no haberme creído, aprobaron mi participación en la investigación con un rayo de esperanza por encontrar a su hija.

A cambio de no procesarme por mis delitos menores de desobediencia, creó un equipo y gracias a mi colaboración usted me formó como agente especial. Un equipo. Ese era el trato. Formaba parte de un equipo sin saber quiénes eran el resto de compañeros. Sólo un punto de referencia al que debía acudir para recibir y dar información. Pero algo se le pasó por alto, inspector. Usted ya había enterrado a su hija, no tenía ansias por recuperarla. Pero yo no me conformé. Superé todas las pruebas y sobresalí como su mejor alumna. Demostré con creces que era capaz de todo. Y simplemente, lo fui.

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