lunes, 23 de julio de 2012

CAPÍTULO 1. Segunda parte.

Concentrada, intento escuchar alguna conversación para ir acostumbrándome al acento, sin embargo, me parece casi imposible. Qué gente más tranquila, que discretos, apenas susurran.
Abro los ojos buscando alguna señal que me indique que hemos llegado, pero apenas han pasado cinco minutos desde que partimos. Hacia la carretera, observo lo extraño que se me hace circular por la izquierda. Finalmente, cierro de nuevo los ojos y me sumerjo en un profundo y placentero sueño.

Al cabo de un rato, voces algo más fuertes provocan mi despertar. Noto movimiento al rededor  mientras aún tengo los ojos cerrados. De repente, reacciono,  ¡He llegado! Me incorporo rápidamente, y cojo el abrigo y los guantes mientras me dispongo a colocarme en la fila de personas que invaden el pasillo del autobús. Impaciente, avanzo lo más velozmente posible hasta recoger mi equipaje.  Bajo del autobús y una bocanada de aire fresco me azota el rostro. Respiro profundamente y pienso, “Londres, ya he llegado”. Sin poder evitarlo, mis labios cortados sonríen. 

Esta vez no tengo la tranquilidad necesaria como para detenerme a observar al resto de viajeros, así que alcanzo las maletas, pesadas maletas, y recorro la calle siguiendo a algunos de ellos, porque, sinceramente, no sé muy bien hacia dónde debo ir. Unos metros más adelante descubro la estación de metro, tranvía, autobuses, y no sé cuántos tipos de transporte más, “Liverpool Station”. Al entrar, centenares de personas se mueven en distintas direcciones, como un banco de peces desorientado vagando por el océano.  En lo alto del enorme pasillo de la estación, un enorme cartel color negro cruza de lado a lado dando información sobre la hora de salida de cada transporte según su destino, pero ninguno de ellos es el mío.
A mi derecha, tras unas vallas metálicas, diversas cabinas de cristal contienen dependientas jóvenes y astutas, que venden los tickets para el metro. Pido el que tenga una mayor validez en el tiempo, y cojo un puñado de mapas de las diferentes líneas, dando por hecho que perderé más de uno.  Bajo las escaleras hacia el enorme y desconocido laberinto del metro de la ciudad de Londres. Ante el primer rótulo en la pared indicando las líneas, comienzo a dudar. Desdoblo un mapa y trato de situarme. “Bien, calma, estoy aquí”,pienso, y señalo con el dedo índice Liverpool Street. Bien, tengo que coger la línea amarilla y en la siguiente parada cambiar a la negra en dirección “Old Street”. Unas cuantas paradas y habré llegado.  Y así lo hago. Por suerte hay sitio suficiente en el vagón para mí y mis maletas.  Al llegar, salgo a la calle principal del barrio de Camden, en inglés, “Camden Town”.

Cada rincón que voy conociendo va entusiasmándome más, y eso que aún no he visto nada.  Recorriendo las calles de Camden, puedes encontrar cualquier cosa, desde un señor con traje y corbata con una elegancia extraordinaria, a otro vestido con leggins de cualquier color fluorescente. Habiendo recorrido apenas cincuenta metros, me cruzo con un chico de algo más de treinta años, con la cabeza rapada a excepción de una enorme cresta separada en mechones de diferentes colores: verde, amarillo, rojo, fucsia… Viste una cazadora de cuero negra, unas mallas híper ajustadas de color fucsia con estampado de cebra y unas botas estilo militar. Me sorprende verle, pero aún me sorprende más que nadie lo mire. A nadie le llama la atención. Me gusta, nadie lo juzga. O quizá si, pero no dejan que lo parezca. Me gusta Londres. Me gusta el ambiente. Aquí podré ser quien yo quiera.

Saco el papel donde apunté la dirección del que será mi nuevo hogar durante un tiempo, y  tras unos minutos de búsqueda, llego a  mi destino.
En la puerta del edificio me espera una señora de unos sesenta años. Es buena oportunidad para empezar a practicar el idioma.

-          Buenas tardes, señora. Soy Alba Marín Gómez. Hoy me instalo en un apartamento de este edificio, ¿Está usted esperándome?- Genial. He pronunciado genial, pero ella me contesta en español.
-          Sí, hola. Soy la Señora Robinson, pero puedes llamarme Annie. Acompáñame.- La señora Robbinson habla un castellano perfecto, aunque deja entrever su acento inglés.

Subimos dos pisos en un edificio que carece de ascensor. Parece que tiene bastantes años, y no está demasiado limpio. La señora Robinson interrumpe mi análisis crítico:
-          De momento, no tienes ningún compañero de piso. Por eso, te haré un precio especial por el alquiler, pero te aconsejo que busques alguien con quien compartir esto y así pagaréis menos cuota al mes, porque el precio real por el apartamento es más alto.
-          De acuerdo, gracias. – Realmente no me preocupa ese tema demasiado. Yo no pago el alquiler del apartamento, y tampoco mis padres, he venido a Londres gracias a una beca. Claro que, si la cuota fuese menor, me quedaría más dinero de la beca para mis gastos.

Las pequeñas manos de la señora Robinson dan dos vueltas a la llave dentro de la cerradura, y tras un leve tirón de la puerta hacia fuera, la abre. A continuación de un pequeño recibidor, aparece una salita preciosa con un gran ventanal. Entra una cantidad de luz perfecta a través de él, lo que da al lugar un toque mágico. Me da muy buena impresión.

-Bueno, aquí es. Puedes elegir la habitación que quieras de entre las dos que hay, pero te aconsejo la del final del pasillo, es la más espaciosa, la más silenciosa, y la más iluminada.
-Genial, entonces ni siquiera doy opción a la duda. Gracias Señora Robinson.
- No es nada, pero llámame Annie.

La señora Robinson, es decir, Annie, sonríe. Me da un papel con sus números de teléfono personales, y va mostrándome la casa amablemente.  
El cuarto de baño es demasiado pequeño, pero el resto de la casa es extraordinario. Transmite una sensación de paz y tranquilidad que hasta llega a hacerse extraña tanta familiaridad de lo desconocido.
Miro a Annie mientras me explica cómo se utiliza cada electrodoméstico. Tiene el pelo gris blanquecino cortado a modo de media melena aproximadamente a la altura de la barbilla. Sus ojos, pequeños y azules, se encuentran rodeados de pequeñas arrugas, que espero que se deban a una gran cantidad de risas en el pasado. Sus labios, finos, no dejan de sonreír. Y me gusta. También ella me transmite confianza, serenidad. De momento todo marcha sobre ruedas.

Al marcharse, me siento en el sofá de mi nuevo hogar. Miro alrededor y sonrío. De repente, me suena el móvil. Mierda, se me ha olvidado avisar.

-Sí mamá, he llegado bien, la casa muy bonita, y la señora muy agradable. No, no estoy nerviosa, pero estoy muy cansada. Vale, luego hablamos, un beso.-
 Estoy adormilada. Y mi madre está nerviosa. Supongo que es normal, su hija pequeña se ha ido de casa. Pero resulta que su hija pequeña tiene 20 años.

 Me miro el reloj. Aún no son las tres de la tarde, pero voy a hacer honor a las buenas costumbres españolas y dormiré una larga siesta.  
El sonido de mi móvil vuelve a despertarme. Con los ojos aún entrecerrados trato de palpar en la mesita que queda frente al sofá. Esta vez es una amiga, Rocío.
-          ¡Dime!
-          ¿Dime? ¡Serás sinvergüenza! ¿Pero por qué no has llamado al llegar?
-          Joder tía, pareces mi madre.- me río mientras me froto los ojos- No sé, se me ha pasado.
-          Bueno venga, te perdonamos pequeña traidora, ¡empieza a contarnos todo! ¿has conocido a alguien? ¿Hay tíos en condiciones por allí?- Esta es Irene, están juntas hablándole al altavoz del móvil, y parecen incluso más emocionadas que yo.
-          Pues, de momento todo genial… Pero sólo he conocido a mi casera. Y guay, una de las primeras cosas  que he visto es una tienda Foot Looker. Buena señal, ya sé en qué gastaré el dinero de vez en cuando.
-          ¡Oh, oh! ¡Peligro! Ha llegado a Londres una compradora compulsiva de zapatillas y chaquetas deportivas. – Y reímos, separadas por una gran distancia, pero a la vez sintiéndonos muy cerca. - ¿Y qué tal la casera?
-          Parece buena gente.
-          ¿No estás nerviosa? ¡Quedan tan sólo unas horas para la prueba!
-          No, no mucho, ¿cómo unas horas? ¿Qué hora es?
-          Pues allí son las siete de la tarde, exactamente te quedan doce horas.
-          Joder, llevo durmiendo toda la tarde, voy a colocar mis cosas, a cenar algo y a descansar que mañana tengo que estar ¡al doscientos por cien!
-          Vale, mucha suerte, y llámanos en cuanto acabes.
-          Ok, y vosotras id buscando billetes de avión que os quiero aquí en menos de un mes.
-          Vale, te queremos.
-          ¡Y yo!
-          Alba- Rocío se pone esta vez algo más seria.
-          Dime.
-          Lleva mucho cuidado por favor.
-          Sí, tranquilas.
-          Un beso.
-          Ciao.


Al colgar, me quedo mirando la pantalla de mi móvil con nostalgia, aunque sólo sea por un instante. Mis amigas, ellas, que son lo mejor que hay en mí. Ellas, que son indispensables en mi vida.
Qué afortunado es quien tiene amigos. Bueno, en realidad, qué afortunado es quien tiene un amigo de verdad. Y yo, qué afortunada soy, que tengo dos. Las amigas guardan tus secretos, te dan consejos cuando se los pides y cuando no. Te sacan de apuros, te ayudan a dejar las malas relaciones.
Son aquellas que te preparan una fiesta sorpresa por tu cumpleaños, las que se alegran por tus éxitos más que tú misma, las que te prepararán la mejor despedida de soltera cuando te cases, serán las primeras en hacerte un regalo para tu bebé. Las que te escuchan cuando pierdes el trabajo, o a un amigo, o acaba tu relación. Las que te escuchan cuando alguien te rompe el corazón.
Las amigas verdaderas lloran contigo cuando muere alguien a quien amabas, te respaldan cuando la vida te decepciona, te ayudan a pegar los trocitos de corazón que te deja ese hombre que se va, se alegran con tu felicidad y destruyen todo aquello que se interponga en tu camino.

El tiempo pasa, la vida sucede, la distancia separa, los niños crecen, el amor se derrite y se evapora, los corazones se rompen, las carreras acaban, los trabajos vienen y van, los padres mueren, los colegas olvidan los favores, los hombres olvidan lo que prometen, pero una amiga siempre está ahí. No importa el tiempo ni la distancia, una buena amiga nunca está lo suficiente lejos como para que no pueda regalarte un rato de cariño. Cuando tienes que caminar sola, tus amigas están ahí, cogiéndote de la mano, y esperando al otro lado del camino.
Mis amigas son como la chispa que alegra mi vida.  El mundo no sería igual sin las amigas, ni yo sería igual sin ellas. 

Cómo las voy a echar de menos. Inmersa  en los recuerdos,  voy corriendo hacia una de mis maletas. La abro de forma rápida y saco a montones la ropa de ella. Un marco de vivos colores encuadra un montaje fotográfico de momentos que hemos vivido juntas.
Mi cumpleaños, un día cualquiera en clase, una foto de alguna “fiesta de pijamas”... Son muchos años juntas,  muchos momentos que recordar, y muchas cosas que añorar.  Pero algo me entristece. En la última foto, no estamos solas. Nos acompañaba entre risas alguien más. Mi hermana. A ella la echo aún más de menos. Pero la melancolía se alarga más en el tiempo. Demasiado. Dios mío, ¿Cuánto hace que no la veo? Ha pasado ya un año y dos meses, desde el verano del año pasado. Sí, demasiado tiempo, demasiado.

Sacudo la cabeza como si tratara de vaciarla de pensamientos, pero mi táctica no funciona, y siguen martirizándome por un rato hasta que vuelven a su escondite de siempre, al acecho, para volver a atacarme cuando menos me lo espere.
Me levanto lentamente con el cuadro entre las manos y me dirijo a mi habitación, la luminosa, la silenciosa, la que hay al final del pasillo. Al abrir la puerta, busco una estantería o cualquier sitio donde colocarlo, y tras hacerlo, me giro para observar el que será mi cuarto, mi intimidad, por una larga temporada. Y sonrío.  Las paredes son de un verde manzana que la oscuridad de la noche de Londres no me deja apreciar en su totalidad, pero lo infiero bonito. Los muebles son modernos, en todo el cuarto prima el vengué y las líneas rectas. La cama queda justo en el centro, de frente a la puerta. A su izquierda, un armario, demasiado pequeño para todo lo que traigo, y, sobretodo, para todo lo que pienso comprar.  A mi izquierda, una gran ventana  muestra la soledad de la noche londinense. Un mueblecito con cajones separa la cama de la ventana. Me encanta. Voy corriendo a la entrada, vuelvo a meter toda la ropa en la maleta que abrí, y arrastro todo mi equipaje a mi habitación. Primero, saco los pósters que he traído para decorar mi espacio, y con adhesivos los pongo por la pared. Primero, la escena de “el beso”, de Robert Doisneau, tras la puerta. Después,  una de las fotos que nos hizo mi padre en el último reportaje cuelga de la pared junto a la cama. Irene, Rocío y yo vestidas de cuero negro posando alrededor de una harley davidson. Perfecta armonía entre las dos imágenes, las dos en blanco y negro. Y por último, otra foto realizada por mi padre, en la que reflejó mis dos grandes pasiones. Una foto en color en la que sólo aparecen mis dos pies, uno con una punta de ballet delante, y otro por detrás del primero con unos vaqueros anchos y las primeras nike dunk que tuve. Ahora observo la habitación.  Sí, queda genial. Pero falta algo muy importante, dentro de un sobre guardo la última foto que tengo con mi hermana. Esta la guardaré en el cajón de la mesilla, no quiero perderla nunca.

Paso algo más de dos horas colocando toda mi ropa, vaqueros, jerséis, camisetas, ropa de deporte, zapatillas, vestidos, zapatos de tacón, sábanas de franela, mantas, pendientes, pulseras, collares, fulares, secador del pelo, cosméticos, etc. Y por supuesto, mis instrumentos de trabajo. Cuando ya he terminado, veo sobre la cama, junto a uno de los pósters que he colocado, una alcayata. Perfecto. Es el lugar idóneo. Ato los lazos de mis puntas de ballet y las coloco de manera que cuelguen un poco. Quedan perfectas.

Estoy tan cansada que decido acostarme, ahora sí estoy nerviosa, mañana es un día importante. Mañana puede que me cambie la vida. “Alba, duérmete”,pienso, “mañana tienes que levantarte a las cinco y media ¿alguna vez te has levantado tan pronto? No, más bien a esa hora a veces ni siquiera he llegado a casa. Está bien, duérmete. Mañana debes clavar la coreografía”.

Antes de dormir, vuelvo a mirar mis puntas de ballet. Sólo espero que no se me olviden mañana. Si me las dejo en casa, no sé con qué voy a hacer la prueba.


A unos kilómetros de allí, alguien archiva unos documentos, dando por hecho que Alba es idónea para el puesto.  

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