Concentrada, intento escuchar
alguna conversación para ir acostumbrándome al acento, sin embargo, me parece
casi imposible. Qué gente más tranquila, que discretos, apenas susurran.
Abro los ojos buscando alguna
señal que me indique que hemos llegado, pero apenas han pasado cinco minutos
desde que partimos. Hacia la carretera, observo lo extraño que se me hace circular
por la izquierda. Finalmente, cierro de nuevo los ojos y me sumerjo en un
profundo y placentero sueño.
Al cabo de un rato, voces algo
más fuertes provocan mi despertar. Noto movimiento al rededor mientras aún tengo los ojos cerrados. De
repente, reacciono, ¡He llegado! Me
incorporo rápidamente, y cojo el abrigo y los guantes mientras me dispongo a
colocarme en la fila de personas que invaden el pasillo del autobús. Impaciente,
avanzo lo más velozmente posible hasta recoger mi equipaje. Bajo del autobús y una bocanada de aire fresco
me azota el rostro. Respiro profundamente y pienso, “Londres, ya he llegado”. Sin
poder evitarlo, mis labios cortados sonríen.
Esta vez no tengo la
tranquilidad necesaria como para detenerme a observar al resto de viajeros, así
que alcanzo las maletas, pesadas maletas, y recorro la calle siguiendo a
algunos de ellos, porque, sinceramente, no sé muy bien hacia dónde debo ir.
Unos metros más adelante descubro la estación de metro, tranvía, autobuses, y
no sé cuántos tipos de transporte más, “Liverpool
Station”. Al entrar, centenares de personas se mueven en distintas
direcciones, como un banco de peces desorientado vagando por el océano. En lo alto del enorme pasillo de la estación,
un enorme cartel color negro cruza de lado a lado dando información sobre la
hora de salida de cada transporte según su destino, pero ninguno de ellos es el
mío.
A mi derecha, tras
unas vallas metálicas, diversas cabinas de cristal contienen dependientas
jóvenes y astutas, que venden los tickets para el metro. Pido el que tenga una
mayor validez en el tiempo, y cojo un puñado de mapas de las diferentes líneas,
dando por hecho que perderé más de uno.
Bajo las escaleras hacia el enorme y desconocido laberinto del metro de
la ciudad de Londres. Ante el primer rótulo en la pared indicando las líneas,
comienzo a dudar. Desdoblo un mapa y trato de situarme. “Bien, calma, estoy
aquí”,pienso, y señalo con el dedo índice Liverpool
Street.
Bien, tengo que coger la línea amarilla y en la siguiente parada cambiar a la
negra en dirección “Old Street”. Unas cuantas paradas y habré llegado. Y así lo hago. Por suerte hay sitio
suficiente en el vagón para mí y mis maletas.
Al llegar, salgo a la calle principal del barrio de Camden, en inglés, “Camden Town”.
Cada rincón que voy conociendo
va entusiasmándome más, y eso que aún no he visto nada. Recorriendo las calles de Camden, puedes
encontrar cualquier cosa, desde un señor con traje y corbata con una elegancia
extraordinaria, a otro vestido con leggins de cualquier color fluorescente.
Habiendo recorrido apenas cincuenta metros, me cruzo con un chico de algo más
de treinta años, con la cabeza rapada a excepción de una enorme cresta separada
en mechones de diferentes colores: verde, amarillo, rojo, fucsia… Viste una
cazadora de cuero negra, unas mallas híper ajustadas de color fucsia con
estampado de cebra y unas botas estilo militar. Me sorprende verle, pero aún me
sorprende más que nadie lo mire. A nadie le llama la atención. Me gusta, nadie
lo juzga. O quizá si, pero no dejan que lo parezca. Me gusta Londres. Me gusta
el ambiente. Aquí podré ser quien yo quiera.
Saco el papel donde apunté la
dirección del que será mi nuevo hogar durante un tiempo, y tras unos minutos de búsqueda, llego a mi destino.
En la puerta del edificio me
espera una señora de unos sesenta años. Es buena oportunidad para empezar a
practicar el idioma.
-
Buenas tardes, señora. Soy Alba Marín Gómez. Hoy me instalo en un
apartamento de este edificio, ¿Está usted esperándome?- Genial. He pronunciado
genial, pero ella me contesta en español.
-
Sí, hola. Soy la Señora Robinson ,
pero puedes llamarme Annie. Acompáñame.- La señora Robbinson habla un
castellano perfecto, aunque deja entrever su acento inglés.
Subimos dos pisos en un edificio
que carece de ascensor. Parece que tiene bastantes años, y no está demasiado
limpio. La señora Robinson interrumpe mi análisis crítico:
-
De momento, no tienes ningún compañero de piso. Por eso, te haré un precio
especial por el alquiler, pero te aconsejo que busques alguien con quien
compartir esto y así pagaréis menos cuota al mes, porque el precio real por el
apartamento es más alto.
-
De acuerdo, gracias. – Realmente no me preocupa ese tema demasiado. Yo
no pago el alquiler del apartamento, y tampoco mis padres, he venido a Londres
gracias a una beca. Claro que, si la cuota fuese menor, me quedaría más dinero
de la beca para mis gastos.
Las pequeñas manos de la señora
Robinson dan dos vueltas a la llave dentro de la cerradura, y tras un leve
tirón de la puerta hacia fuera, la abre. A continuación de un pequeño
recibidor, aparece una salita preciosa con un gran ventanal. Entra una cantidad
de luz perfecta a través de él, lo que da al lugar un toque mágico. Me da muy
buena impresión.
-Bueno, aquí es. Puedes elegir
la habitación que quieras de entre las dos que hay, pero te aconsejo la del
final del pasillo, es la más espaciosa, la más silenciosa, y la más iluminada.
-Genial, entonces ni siquiera
doy opción a la duda. Gracias Señora Robinson.
- No es nada, pero llámame Annie.
La señora Robinson, es decir, Annie,
sonríe. Me da un papel con sus números de teléfono personales, y va mostrándome
la casa amablemente.
El cuarto de baño es demasiado
pequeño, pero el resto de la casa es extraordinario. Transmite una sensación de
paz y tranquilidad que hasta llega a hacerse extraña tanta familiaridad de lo
desconocido.
Miro a Annie mientras me explica
cómo se utiliza cada electrodoméstico. Tiene el pelo gris blanquecino cortado a
modo de media melena aproximadamente a la altura de la barbilla. Sus ojos,
pequeños y azules, se encuentran rodeados de pequeñas arrugas, que espero que
se deban a una gran cantidad de risas en el pasado. Sus labios, finos, no dejan
de sonreír. Y me gusta. También ella me transmite confianza, serenidad. De
momento todo marcha sobre ruedas.
Al marcharse, me siento en el
sofá de mi nuevo hogar. Miro alrededor y sonrío. De repente, me suena el móvil.
Mierda, se me ha olvidado avisar.
-Sí mamá, he llegado bien, la
casa muy bonita, y la señora muy agradable. No, no estoy nerviosa, pero estoy
muy cansada. Vale, luego hablamos, un beso.-
Estoy adormilada. Y mi madre está nerviosa.
Supongo que es normal, su hija pequeña se ha ido de casa. Pero resulta que su
hija pequeña tiene 20 años.
Me miro el reloj. Aún no son las tres de la tarde,
pero voy a hacer honor a las buenas costumbres españolas y dormiré una larga
siesta.
El sonido de mi móvil vuelve a
despertarme. Con los ojos aún entrecerrados trato de palpar en la mesita que
queda frente al sofá. Esta vez es una amiga, Rocío.
-
¡Dime!
-
¿Dime? ¡Serás sinvergüenza! ¿Pero por qué no has llamado al llegar?
-
Joder tía, pareces mi madre.- me río mientras me froto los ojos- No
sé, se me ha pasado.
-
Bueno venga, te perdonamos pequeña traidora, ¡empieza a contarnos
todo! ¿has conocido a alguien? ¿Hay tíos en condiciones por allí?- Esta es
Irene, están juntas hablándole al altavoz del móvil, y parecen incluso más
emocionadas que yo.
-
Pues, de momento todo genial… Pero sólo he conocido a mi casera. Y guay,
una de las primeras cosas que he visto es
una tienda Foot Looker. Buena señal,
ya sé en qué gastaré el dinero de vez en cuando.
-
¡Oh, oh! ¡Peligro! Ha llegado a Londres una compradora compulsiva de
zapatillas y chaquetas deportivas. – Y reímos, separadas por una gran distancia,
pero a la vez sintiéndonos muy cerca. - ¿Y qué tal la casera?
-
Parece buena gente.
-
¿No estás nerviosa? ¡Quedan tan sólo unas horas para la prueba!
-
No, no mucho, ¿cómo unas horas? ¿Qué hora es?
-
Pues allí son las siete de la tarde, exactamente te quedan doce horas.
-
Joder, llevo durmiendo toda la tarde, voy a colocar mis cosas, a cenar
algo y a descansar que mañana tengo que estar ¡al doscientos por cien!
-
Vale, mucha suerte, y llámanos en cuanto acabes.
-
Ok, y vosotras id buscando billetes de avión que os quiero aquí en
menos de un mes.
-
Vale, te queremos.
-
¡Y yo!
-
Alba- Rocío se pone esta vez algo más seria.
-
Dime.
-
Lleva mucho cuidado por favor.
-
Sí, tranquilas.
-
Un beso.
-
Ciao.
Al colgar, me quedo mirando la pantalla de mi
móvil con nostalgia, aunque sólo sea por un instante. Mis amigas, ellas, que
son lo mejor que hay en mí. Ellas, que son indispensables en mi vida.
Qué afortunado es quien tiene
amigos. Bueno, en realidad, qué afortunado es quien tiene un amigo de verdad. Y
yo, qué afortunada soy, que tengo dos. Las amigas guardan tus secretos, te dan
consejos cuando se los pides y cuando no. Te
sacan de apuros, te ayudan a dejar las malas relaciones.
Son aquellas que te preparan una fiesta sorpresa por tu cumpleaños, las que se alegran por tus éxitos más que tú misma, las que te prepararán la mejor despedida de soltera cuando te cases, serán las primeras en hacerte un regalo para tu bebé. Las que te escuchan cuando pierdes el trabajo, o a un amigo, o acaba tu relación. Las que te escuchan cuando alguien te rompe el corazón.
Son aquellas que te preparan una fiesta sorpresa por tu cumpleaños, las que se alegran por tus éxitos más que tú misma, las que te prepararán la mejor despedida de soltera cuando te cases, serán las primeras en hacerte un regalo para tu bebé. Las que te escuchan cuando pierdes el trabajo, o a un amigo, o acaba tu relación. Las que te escuchan cuando alguien te rompe el corazón.
Las amigas verdaderas lloran
contigo cuando muere alguien a quien amabas, te respaldan cuando la vida te
decepciona, te ayudan a pegar los trocitos de corazón que te deja ese hombre
que se va, se alegran con tu felicidad y destruyen todo aquello que se
interponga en tu camino.
El tiempo pasa, la vida sucede,
la distancia separa, los niños crecen, el amor se derrite y se evapora, los
corazones se rompen, las carreras acaban, los trabajos vienen y van, los padres
mueren, los colegas olvidan los favores, los hombres olvidan lo que prometen, pero
una amiga siempre está ahí. No importa el tiempo ni la distancia, una buena
amiga nunca está lo suficiente lejos como para que no pueda regalarte un rato
de cariño. Cuando tienes que caminar sola, tus amigas están ahí, cogiéndote de
la mano, y esperando al otro lado del camino.
Mis amigas son como la chispa que
alegra mi vida. El mundo no sería igual
sin las amigas, ni yo sería igual sin ellas.
Cómo las voy a echar de menos. Inmersa en los recuerdos, voy corriendo hacia una de mis
maletas. La abro de forma rápida y saco a montones la ropa de ella. Un marco de
vivos colores encuadra un montaje fotográfico de momentos que hemos vivido
juntas.
Mi cumpleaños, un día cualquiera
en clase, una foto de alguna “fiesta de pijamas”... Son muchos años juntas, muchos momentos que
recordar, y muchas cosas que añorar. Pero algo me entristece. En la última foto, no
estamos solas. Nos acompañaba entre risas alguien más. Mi hermana. A ella la
echo aún más de menos. Pero la melancolía se alarga más en el tiempo. Demasiado.
Dios mío, ¿Cuánto hace que no la veo? Ha pasado ya un año y dos meses, desde el
verano del año pasado. Sí, demasiado tiempo, demasiado.
Sacudo la cabeza como si tratara
de vaciarla de pensamientos, pero mi táctica no funciona, y siguen
martirizándome por un rato hasta que vuelven a su escondite de siempre, al
acecho, para volver a atacarme cuando menos me lo espere.
Me levanto lentamente con el
cuadro entre las manos y me dirijo a mi habitación, la luminosa, la silenciosa,
la que hay al final del pasillo. Al abrir la puerta, busco una estantería o
cualquier sitio donde colocarlo, y tras hacerlo, me giro para observar el que
será mi cuarto, mi intimidad, por una larga temporada. Y sonrío. Las paredes son de un verde
manzana que la oscuridad de la noche de Londres no me deja apreciar en su
totalidad, pero lo infiero bonito. Los muebles son modernos, en todo el cuarto
prima el vengué y las líneas rectas. La cama queda justo en el centro, de
frente a la puerta. A su izquierda, un armario, demasiado pequeño para todo lo
que traigo, y, sobretodo, para todo lo que pienso comprar. A mi izquierda, una gran ventana muestra la soledad de la noche londinense. Un
mueblecito con cajones separa la cama de la ventana. Me encanta. Voy corriendo
a la entrada, vuelvo a meter toda la ropa en la maleta que abrí, y arrastro
todo mi equipaje a mi habitación. Primero, saco los pósters que he traído para
decorar mi espacio, y con adhesivos los pongo por la pared. Primero, la escena
de “el beso”, de Robert Doisneau, tras la puerta. Después, una de las fotos que nos hizo mi padre en el
último reportaje cuelga de la pared junto a la cama. Irene, Rocío y yo
vestidas de cuero negro posando alrededor de una harley davidson. Perfecta armonía entre las dos imágenes, las dos
en blanco y negro. Y por último, otra foto realizada por mi padre, en la que
reflejó mis dos grandes pasiones. Una foto en color en la que sólo aparecen mis
dos pies, uno con una punta de ballet delante, y otro por detrás del primero
con unos vaqueros anchos y las primeras nike dunk que tuve.
Ahora observo la habitación. Sí,
queda genial. Pero falta algo muy importante, dentro de un sobre guardo la
última foto que tengo con mi hermana. Esta la guardaré en el cajón de la
mesilla, no quiero perderla nunca.
Paso algo más de dos horas
colocando toda mi ropa, vaqueros, jerséis, camisetas, ropa de deporte,
zapatillas, vestidos, zapatos de tacón, sábanas de franela, mantas, pendientes,
pulseras, collares, fulares, secador del pelo, cosméticos, etc.
Y por supuesto, mis instrumentos de trabajo. Cuando ya he terminado, veo sobre
la cama, junto a uno de los pósters que he colocado, una alcayata. Perfecto. Es
el lugar idóneo. Ato los lazos de mis puntas de ballet y las coloco de manera
que cuelguen un poco. Quedan perfectas.
Estoy tan cansada que decido acostarme, ahora sí estoy nerviosa, mañana es
un día importante. Mañana puede que me cambie la vida. “Alba, duérmete”,pienso,
“mañana tienes que levantarte a las cinco y media ¿alguna vez te has levantado
tan pronto? No, más bien a esa hora a veces ni siquiera he llegado a casa. Está
bien, duérmete. Mañana debes clavar la coreografía”.
Antes de dormir, vuelvo a mirar
mis puntas de ballet. Sólo espero que no se me olviden mañana. Si me las dejo
en casa, no sé con qué voy a hacer la prueba.
A unos kilómetros de allí, alguien archiva
unos documentos, dando por hecho que Alba es idónea para el puesto.
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