Mi despertar llega antes de lo
previsto haciéndome saltar enérgicamente de la cama con ganas de acariciar mi nueva
realidad. Preparo mi macuto en muy pocos minutos introduciendo en él las puntas de ballet, los tacones, la falda de
flamenco y las castañuelas, además de un par de CDs. Nunca se sabe lo que te
pedirán en una prueba. Corro por el pasillo dando pequeños saltos de puntillas hasta
llegar al baño. Me miro al espejo. En mi cara luce una sonrisa espléndida. Estoy
muy cerca de tocar mi sueño. Me humedezco la cara y me recojo el pelo en un alto moño perfectamente logrado y del que
no cuelga siquiera un solo mechón rebelde. Con un poco de crema y algo de
vaselina es suficiente. Quiero mostrarme tal y como soy. Después de asearme, me
visto con un mallot color vino, unas medias rosadas y una chaquetita de hilo de
este mismo color. Sobre todo ello, pantalón deportivo, zapatillas, sudadera GAP
y chaquetón, además de una bufanda y un par de
guantes.
Antes de salir, vierto el
contenido de mi bolso directamente en el macuto y me pongo las últimas ray-ban
que compré cuando supe que venía a Londres, aunque es tan temprano que aún no
ha amanecido.
Sonrío una última vez antes de
salir de casa, y cierro la puerta tras de mí. Bajo las escaleras con una
energía desmedida que casi me hace caer, pero sigo sonriendo. Apenas estoy
nerviosa, pues tengo plena confianza en mis capacidades. Llevo bailando desde
los cuatro años, y subida en distintos escenarios desde entonces.
Ensimismada en mis pensamientos
recorro las calles y avenidas del Barrio de Camden. He de desayunar
correctamente para tener la energía suficiente.
Paso por delante de varios locales que no logran llamar mi atención,
entre otras cosas, porque ofrecen desayunos fuertes tales como huevos fritos,
habichuelas, y todas esas comidas inglesas que una española no podría llevarse
a la boca a estas horas de la mañana, o, mejor dicho, de la noche. En la acera
de enfrente diviso una cafetería con muy buen aspecto, así que no dudo ni un
momento y me dispongo a cruzar la calle.
Mirando al suelo, advierto con
curiosidad los pasos de peatones londinenses. No están completos. Sólo aparecen
marcados los extremos en lugar de la línea completa, y al comenzar la calzada,
una inscripción en el suelo te indica desde dónde viene el tráfico, señalando a
qué lado debes mirar antes de cruzar al lado opuesto de la carretera. Qué
curiosos los ingleses. Esto no se ve en Murcia.
Otro detalle londinense captura
mi interés por un instante, los taxis.
A diferencia de España, o de los
típicos taxis amarillos de Nueva York, aquí todos los taxis pertenecen al mismo
modelo de coche. Eso sí, el color queda
a elección de su dueño. En un intervalo de pocos segundos se cruza en mi camino
uno negro, uno rosa y uno azul cielo. Cada uno de estos dos últimos con
inscripciones publicitarias en sus laterales.
Cuando el semáforo lo permite,
distintas personas cruzamos la calle.
Una bellísima mujer hindú recorre en sentido diagonal y a paso ligero la
calzada. Lleva entre sus brazos un bebé cubierto con telas de vivos colores, en
los que, al igual que en su vestimenta, priman los tonos amarillo, naranja y
teja. Una marca roja en el centro de la
frente deja inferir su cultura. En sentido contrario, un joven de unos catorce
años arrasa todo a su paso sobre su monopatín. Viste un uniforme con pantalón
de pinzas gris, camisa blanca y chaqueta azul marino. Sobre sus hombros carga
una mochila a la que ha dejado las asas demasiado largas, y en la que ha
vertido demasiado peso. Sus oídos, a través de unos grandes cascos de colores,
escuchan una música que hace a su cabeza bailar al compás. Me gusta la variedad
cultural y étnica de Camden. Da sensación de libertad.
Y así, sintiéndome libre, entro a
un local donde pido un vaso de leche sólo con azúcar para llevar. Siempre me ha
gustado cómo en las películas las personas desayunaban por la calle en esos
enormes vasos de cartón. Hoy, yo puedo hacer lo mismo, y además, pediré una de
esas ensaimadas con pasas que tienen en el expositor.
Mientras preparan mi pedido,
observo el lugar. Ha sido decorado con mucho gusto. El color arena del mármol del
suelo sube hasta mitad de la pared, mezclándose con un granate que queda especialmente bien
combinado con el tono de la madera de las mesas y sillas. Diversos espejos e
imágenes relacionadas con el café decoran las paredes. Una de ellas muestra dos
tazas de café, otra, una cafetera, en otra aparecen unas manos que sujetan otra
taza. Es un lugar tranquilo, vendré a menudo.
Después de tomar esa decisión,
cojo mi vaso de cartón granate a conjunto de las paredes, una de esas pajitas
que al final tienen forma de cuchara y salgo de la cafetería. Ni la servilleta
de papel que rodea el vaso de la cafetería COSTA es suficiente para evitar que
me queme las yemas de los dedos.
Camino sobre el asfalto hasta
llegar a la entrada al metro, y cuando me doy cuenta, ya estoy de
nuevo frente al cartel de colores que representan las diferentes líneas de
metro. De nuevo subo a la línea negra, en dirección a Mornington Crescence
hasta llegar a la parada denominada “Totenham”. Allí, bajo y espero el metro
correspondiente al color rojo. Después
de varias paradas, llego a la correspondiente: Notting Hill Gate.
Notting Hill. He oído hablar de
este sitio mil veces. Y siempre cosas buenas. Es tan bonito este lugar que
hasta una película le debe el título. Dicen que fue un antiguo barrio hippy,
como lo es ahora Camden. Pero poco a poco se fue aburguesando. En el aire de Notting Hill se
respira pureza. El silencio de sus
calles transmite tranquilidad. Este lugar supone un contraste perfecto con el
centro de la ciudad. Las calles quedan adornadas por ancianos árboles de
gruesos troncos, y coches, en gran medida, de gama alta. La mayoría de las casas
tienen ventanas enormes que permiten ver el interior de las mismas. Como si se
tratase de un secreto que te cuentan a medias, desde mi situación advierto una
mujer que pinta un óleo en dirección al exterior, pero nadie puede contarme qué
estará plasmando en él. En el siguiente hogar, una niña lee un libro alumbrado
por la luz que entra por la ventana. Ya ha amanecido en Londres. Este es un
lugar silencioso, apenas hay movimiento, y sólo escucho a lo lejos los cantos y
los sonidos alegres de guitarras provenientes de una iglesia católica
protestante.
Después de un par de manzanas, me
encuentro frente a un moderno edificio construido por los dueños de una de las
compañías de ballet internacional más importantes del mundo. La ilusión, la
fuerza y, sobre todo, la curiosidad, me
invitan a entrar. Una vez dentro, me dirijo al mostrador de la recepción.
La gruesa señora que esconde la mitad de su cuerpo tras el mostrador me dirige al final del pasillo de la primera planta.
Allí, esperan delante de mí dos
chicas más. Nos miramos con complicidad, tratando de desearnos suerte, pero
nuestras miradas no consiguen sino transmitir nerviosismo. Ambas visten de una
forma similar a la mía. Llevamos la indumentaria correcta para una prueba de
tal nivel. Una de ellas tiene una piel delicadamente rosada y un pelo tan rubio
que parece canoso. Sus pequeños ojos son azules, y parecen asustados por la
situación. La otra chica es el extremo opuesto. Es bastante más baja que la
primera, el color de su piel es oscuro, y su pelo es tan rizado que deja
inferir un pelo difícil a pesar de llevarlo recogido en un moño. Tiene el
cuerpo idóneo para ser una gran bailarina. Sus piernas están perfectamente
moldeadas; su delgadez es, sin llegar a ser extrema, una gran virtud en este
mundo del baile, y su figura está completamente equilibrada entre la ausencia
de pecho, y la ausencia de curvas.
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