lunes, 23 de julio de 2012

Capítulo 2. Primera Parte.


Mi despertar llega antes de lo previsto haciéndome saltar enérgicamente de la cama con ganas de acariciar mi nueva realidad.  Preparo mi macuto en muy pocos minutos introduciendo en él las puntas de ballet, los tacones, la falda de flamenco y las castañuelas, además de un par de CDs. Nunca se sabe lo que te pedirán en una prueba. Corro por el pasillo dando pequeños saltos de puntillas hasta llegar al baño. Me miro al espejo. En mi cara luce una sonrisa espléndida. Estoy muy cerca de tocar mi sueño. Me humedezco la cara y me recojo el pelo en  un alto moño perfectamente logrado y del que no cuelga siquiera un solo mechón rebelde. Con un poco de crema y algo de vaselina es suficiente. Quiero mostrarme tal y como soy. Después de asearme, me visto con un mallot color vino, unas medias rosadas y una chaquetita de hilo de este mismo color. Sobre todo ello, pantalón deportivo, zapatillas, sudadera GAP y chaquetón, además de una bufanda y un par de  guantes.
Antes de salir, vierto el contenido de mi bolso directamente en el macuto y me pongo las últimas ray-ban que compré cuando supe que venía a Londres, aunque es tan temprano que aún no ha amanecido.
Sonrío una última vez antes de salir de casa, y cierro la puerta tras de mí. Bajo las escaleras con una energía desmedida que casi me hace caer, pero sigo sonriendo. Apenas estoy nerviosa, pues tengo plena confianza en mis capacidades. Llevo bailando desde los cuatro años, y subida en distintos escenarios desde entonces.

Ensimismada en mis pensamientos recorro las calles y avenidas del Barrio de Camden. He de desayunar correctamente para tener la energía suficiente.  Paso por delante de varios locales que no logran llamar mi atención, entre otras cosas, porque ofrecen desayunos fuertes tales como huevos fritos, habichuelas, y todas esas comidas inglesas que una española no podría llevarse a la boca a estas horas de la mañana, o, mejor dicho, de la noche. En la acera de enfrente diviso una cafetería con muy buen aspecto, así que no dudo ni un momento y me dispongo a cruzar la calle.
Mirando al suelo, advierto con curiosidad los pasos de peatones londinenses. No están completos. Sólo aparecen marcados los extremos en lugar de la línea completa, y al comenzar la calzada, una inscripción en el suelo te indica desde dónde viene el tráfico, señalando a qué lado debes mirar antes de cruzar al lado opuesto de la carretera. Qué curiosos los ingleses. Esto no se ve en Murcia.
Otro detalle londinense captura mi interés por un  instante, los taxis.
A diferencia de España, o de los típicos taxis amarillos de Nueva York, aquí todos los taxis pertenecen al mismo modelo de coche. Eso  sí, el color queda a elección de su dueño. En un intervalo de pocos segundos se cruza en mi camino uno negro, uno rosa y uno azul cielo. Cada uno de estos dos últimos con inscripciones publicitarias en sus laterales.

Cuando el semáforo lo permite, distintas personas cruzamos la calle.  Una bellísima mujer hindú recorre en sentido diagonal y a paso ligero la calzada. Lleva entre sus brazos un bebé cubierto con telas de vivos colores, en los que, al igual que en su vestimenta, priman los tonos amarillo, naranja y teja.  Una marca roja en el centro de la frente deja inferir su cultura. En sentido contrario, un joven de unos catorce años arrasa todo a su paso sobre su monopatín. Viste un uniforme con pantalón de pinzas gris, camisa blanca y chaqueta azul marino. Sobre sus hombros carga una mochila a la que ha dejado las asas demasiado largas, y en la que ha vertido demasiado peso. Sus oídos, a través de unos grandes cascos de colores, escuchan una música que hace a su cabeza bailar al compás. Me gusta la variedad cultural y étnica de Camden. Da sensación de libertad.
Y así, sintiéndome libre, entro a un local donde pido un vaso de leche sólo con azúcar para llevar. Siempre me ha gustado cómo en las películas las personas desayunaban por la calle en esos enormes vasos de cartón. Hoy, yo puedo hacer lo mismo, y además, pediré una de esas ensaimadas con pasas que tienen en el expositor.
Mientras preparan mi pedido, observo el lugar. Ha sido decorado con mucho gusto. El color arena del mármol del suelo sube hasta mitad de la pared, mezclándose con un  granate que queda especialmente bien combinado con el tono de la madera de las mesas y sillas. Diversos espejos e imágenes relacionadas con el café decoran las paredes. Una de ellas muestra dos tazas de café, otra, una cafetera, en otra aparecen unas manos que sujetan otra taza. Es un lugar tranquilo, vendré a menudo.
Después de tomar esa decisión, cojo mi vaso de cartón granate a conjunto de las paredes, una de esas pajitas que al final tienen forma de cuchara y salgo de la cafetería. Ni la servilleta de papel que rodea el vaso de la cafetería COSTA es suficiente para evitar que me queme las yemas de los dedos.

Camino sobre el asfalto hasta llegar a la entrada al metro, y cuando me doy cuenta, ya estoy de nuevo frente al cartel de colores que representan las diferentes líneas de metro. De nuevo subo a la línea negra, en dirección a Mornington Crescence hasta llegar a la parada denominada “Totenham”. Allí, bajo y espero el metro correspondiente al color rojo.  Después de varias paradas, llego a la correspondiente: Notting Hill Gate.

Notting Hill. He oído hablar de este sitio mil veces. Y siempre cosas buenas. Es tan bonito este lugar que hasta una película le debe el título. Dicen que fue un antiguo barrio hippy, como lo es ahora Camden. Pero poco a poco se fue aburguesando. En el aire de Notting Hill se respira  pureza. El silencio de sus calles transmite tranquilidad. Este lugar supone un contraste perfecto con el centro de la ciudad. Las calles quedan adornadas por ancianos árboles de gruesos troncos, y coches, en gran medida, de gama alta. La mayoría de las casas tienen ventanas enormes que permiten ver el interior de las mismas. Como si se tratase de un secreto que te cuentan a medias, desde mi situación advierto una mujer que pinta un óleo en dirección al exterior, pero nadie puede contarme qué estará plasmando en él. En el siguiente hogar, una niña lee un libro alumbrado por la luz que entra por la ventana. Ya ha amanecido en Londres. Este es un lugar silencioso, apenas hay movimiento, y sólo escucho a lo lejos los cantos y los sonidos alegres de guitarras provenientes de una iglesia católica protestante.

Después de un par de manzanas, me encuentro frente a un moderno edificio construido por los dueños de una de las compañías de ballet internacional más importantes del mundo. La ilusión, la fuerza y, sobre todo, la curiosidad,  me invitan a entrar. Una vez dentro, me dirijo al mostrador de la recepción. La gruesa señora que esconde la mitad de su cuerpo tras el mostrador  me dirige al final del pasillo de la primera planta.

Allí, esperan delante de mí dos chicas más. Nos miramos con complicidad, tratando de desearnos suerte, pero nuestras miradas no consiguen sino transmitir nerviosismo. Ambas visten de una forma similar a la mía. Llevamos la indumentaria correcta para una prueba de tal nivel. Una de ellas tiene una piel delicadamente rosada y un pelo tan rubio que parece canoso. Sus pequeños ojos son azules, y parecen asustados por la situación. La otra chica es el extremo opuesto. Es bastante más baja que la primera, el color de su piel es oscuro, y su pelo es tan rizado que deja inferir un pelo difícil a pesar de llevarlo recogido en un moño. Tiene el cuerpo idóneo para ser una gran bailarina. Sus piernas están perfectamente moldeadas; su delgadez es, sin llegar a ser extrema, una gran virtud en este mundo del baile, y su figura está completamente equilibrada entre la ausencia de pecho, y la ausencia de curvas.

He de esperar al menos media hora para que llegue mi turno. Cuando oigo mi nombre, siento la sensación de que mi corazón deja de latir por un instante. Dentro de la sala me esperan dispuestos unos junto a otros frente a una larga mesa cuatro profesionales del baile, un profesional del solfeo y un médico. Todos con un único objetivo: examinarme. 

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